Exilios :: El sabor agridulce


¿Irse o quedarse? De recibir inmigrantes durante la mayor parte del siglo pasado, Argentina se convirtió en un país productor de expatriados. Pero la inmigración es una fábrica de insatisfechos.

“La vida tiende, sencillamente, al promedio”. Proverbio chino

Manuel, un amigo porteño, vuelve de una corta estancia en España, y me grafica su experiencia:
­“Vivir en Argentina es como tener una mujer gordita, bastante descuidada y sin guita”, dice. “Le faltan algunos dientes y tiene algunos problemitas de salud. Pero la gorda es cariñosa, te ceba mate en la cama a la mañana, aunque la heladera esté vacía te prepara una comidita  con nada, y siempre está ahí: bancándote”.

“Ahora, uno se va a España –compara- y es otra cosa. Es como tener una mujer divina, súper coqueta y arreglada, de cintura estilizada. Una profesional independiente, con departamento y coche propio: diez puntos en todo. Salís del brazo con ella y te sentís ganador”.

Sin embargo, al poco tiempo las cosas cambian: “De a poquito encontrás detalles que no te gustan. La mina es un poco hinchapelotas: te hace levantar a las 6 de la mañana todos los días, te persigue si dejás las luces encendidas, es un poquito fría, y ni en pedo te acompaña un domingo a la tarde para ver fútbol por TV”.

“Entonces –concluye mi amigo- llega el momento en que extrañás a la gordita. La empezás a idealizar, le encontrás virtudes que nunca le viste, y un día dejás al minón español, te tomás un avión y te volvés a Ezeiza”.

“Eso sí: cuando volvés a ver a la gordita se enfría el romance enseguida. Llega desarropada, desdentada, y te anuncia: ´Viejo, se nos acabó la garrafa”.

Países y matrimonios

¿Irse o quedarse? De recibir inmigrantes durante la mayor parte del siglo pasado, Argentina en las últimas décadas se convirtió en un país productor de expatriados, la mayoría de los cuales viven la paradoja de esta historia. Porque la inmigración es como una fábrica de insatisfechos: la sensación de incompletitud rara vez se desvanece. Siempre hay algo que falta. Por eso muchos se la pasan yendo y viniendo, fantaseando con la otra alternativa todo el tiempo.

Ultimamente se hizo numerosa otra especie: los temporeros, aquellos que pasan la mitad del año en otro país, y la mitad en el propio. Además de algunas ventajas económicas, puede tener un atractivo emocional: es como tener dos matrimonios, no paralelos sino por periodos. Cada vez que se vuelve se empieza de nuevo. Es una luna de miel, con toda su intensidad y su cosa novedosa… Y cuando la rutina vuelve a marchitar el romance, llega al momento de la mudanza. Y así vamos tirando.

Conozco muchos expatriados argentinos en Europa. Muy pocos no sueñan con volver alguna vez: aquellos que echaron raíces teniendo hijos o pareja en el extranjero, por ejemplo. O los que se fueron en medio de circunstancias realmente traumáticas, y no planean venir ni de visita. Pero en general, la fantasía siempre está.

“Mi único amigo es una ex novia”

El país nos tira, aunque hace todo lo posible por expulsarnos. Hace casi diez años en España conocí a Julio, un caso típico de argentino exitoso en el exterior. Llevaba 18 años en Madrid, y había conquistado una posición. Era dueño de una agencia de viajes en Gran Vía, propietario de un amplio apartamento y todavía no cumplía los 40. Sin embargo, sentía nostalgia y me anunció su retorno:

– Me vuelvo en un mes. Vendí la agencia. Hice una buena diferencia en estos años, pero ¿sabés qué? No tengo un solo amigo en este país. El único amigo, la única persona con la que me puedo sentar a conversar algo, es una ex novia.

– ¿Qué podés extrañar de la Argentina?- le dije yo, que recién llegaba y estaba en la etapa del romance con el minón español.
– Extraño tomar mate con mi viejo-, me respondió-. Extraño salir a hacer las compras en el barrio y que la gente sepa quién soy, conversar con los vecinos… Esas cosas.

Al mes, Julio hizo las valijas y partió. Con sus abultados ahorros, planeaba comprar un campo. Era noviembre del 2000. Unas semanas después se declaró el corralito.
Nunca me animé a escribirle para saber cómo le fue. Pero cada vez que me hablan de los expatriados que vuelven, me acuerdo de él y ruego que ese hombre de buen corazón no haya cometido la imprudencia de venir con el efectivo y depositarlo en un banco argentino.

Lo dicho: el país nos tira, aunque hace todo lo posible por expulsarnos.

Dejemos de fantasear

Creo, sinceramente, que Argentina en este momento es un país para sufrir. Pero sobre todo porque los argentinos nos empecinamos en eso. Porque de mediar otro estado de ánimo colectivo, este sería un país para disfrutar. No somos demasiados, hay un montón de espacio y de riquezas naturales, y disponemos de un riquísimo acervo cultural.
Solo tendríamos que poner voluntad para detener nuestra infinita pelea familiar, hacer las paces con los vecinos, y neutralizar entre todos a los chorros del barrio. Encontrar a todos los Julio del país, que son muchos y no se quieren ir, y asociarnos con ellos para trabajar duro.
Y dejar de fantasear con el minón español del cuento. Enamorarnos de la gordita, que al fin y al cabo, con más cuidados de nuestra parte, una buena dieta y un dentista, sería la mujer perfecta, la compañera del alma que buscamos inútilmente por otros parajes.


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