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Babel (II) :: El arte de suspender los juicios

suspender los juicios
Para dialogar, hacer falta suspender los juicios, creencias y opiniones, y renunciar a imponer nuestras ideas. Superar la necesidad de autoafirmarnos permite que brote un significado compartido.

Por Claudio Fabián Guevara

Emprender un diálogo efectivo y sostenido con un grupo de personas es un trabajo arduo. Dice David Bohm que la primera tarea trascender nuestros prejuicios, creencias y opiniones, y renunciar al intento de imponer nuestras ideas.

El diálogo es algo que surge de la co participación de las personas a partir de sus opiniones. Pero estas opiniones, al estar cargadas de nuestras impresiones personales del mundo, emiten juicios que generan malos entendidos y discusiones.

Las creencias personales interfieren la comunicación, la bloquean. Nuestra cultura tiende a negar al otro, y sólo espera convencerlo de nuestra supuesta razón. Defendemos nuestras creencias porque nos identificamos con ellas, y experimentamos cualquier diferencia de opinión como una agresión personal.

El diálogo es un trabajo cooperativo para crear un mundo nuevo de significados comunes y compartidos. Es un proceso horizontal donde la figura de la autoridad queda diluida. Implica renunciar a imponer nuestra visión y a la meta de “ganar la batalla de ideas”.

El arte de suspender los juicios personales implica estar atento a “lo que se piensa en mí”, cómo afecta a mi pensamiento lo que estoy escuchando, qué efecto tiene en mí el flujo de significado que me recorre.

La visión del autor sobre la forma en la que un diálogo debe construirse resuena como una “meditación participativa”. Mientras uno está dialogando, estar al tanto de sus sensaciones, emociones, juicios y pensamientos, y a su vez, mantener la atención en lo que se está diciendo.

“¿Porqué es esto tan difícil?”, se pregunta Bohm. Apenas intentamos distanciarnos de nuestras opiniones, tendemos a creer que “ya lo logramos”, que ya sabemos escuchar y que el problema está en la incapacidad y los prejuicios de los otros. Además, suele suceder que alguno de los participantes comienza a defender ardorosamente su postura, y no podemos resistir a la tentación de exponer la nuestra, sobre todo si nos sentimos atacados personalmente. Y ahí se desbarranca el diálogo.

Se puede objetar que no es posible dialogar sin poner sobre la mesa nuestro corazón, nuestro sentir y nuestro pensamiento. “Es como renunciar a ser quienes somos”, dice mi padre, a quien le gusta debatir.

Lo que Bohm propone no es evitar ni suprimir nuestras creencias: sólo ponerlas en suspenso, hacernos conscientes de ellas, porque son las creencias las que obscurecen nuestra visión de lo dicho por el otro. Habitualmente, cuando habla nuestro “adversario”, en lugar de escuchar, ya estamos preparando la respuesta. Y no escuchamos. Se trata entonces de interrumpir nuestra reacción interna, poner distancia y observarla. Así podemos realmente escuchar, y el grupo puede llegar a convertirse en un espejo que refleja a cada uno de los participantes.

►El arte de suspender los juicios

La idea es ardua de entender en una sociedad que está habituada a una comunicación bélica, donde todos están habitados a intentar imponerse en el diálogo de sordos cotidiano.

Pero el diálogo que propone Bohm es un “movimiento creativo en el que nada permanece fijo y nadie se aferra a sus propias ideas”. Solo ese libre fluir de ideas puede crear algo nuevo, con la naturalidad y la sutileza con que surgen los acuerdos cuando las personas realmente se escuchan sin prejuicios y sin tratar de imponerse nada. Es el fenómeno que vemos muchas veces en una reunión: estamos pensando en decir algo, y de repente otra persona expresa la misma idea. Suspender los juicios y creencias personales implica entender que el pensamiento funciona como un fenómeno colectivo. Todo el desarrollo del pensamiento humano solo se puede entender como un entretejido de pensamientos individuales.

Habitualmente nos enamoramos de nuestras opiniones, y tendemos a pensar que nuestras convicciones han sido arduamente trabajadas en forma personal, que sabemos bien por qué sostenemos lo que sostenemos. Pero es preciso ser conscientes de que nuestras opiniones son el reflejo de las opiniones de otros, de lo que otras personas han dicho o no, de lo que hemos leído o escuchado a lo largo de nuestras vidas. Así como el lenguaje es colectivo, también nuestras creencias tienen un origen colectivo. Todo ello está escrito en nuestra memoria.

Ser conscientes de que nuestras opiniones están basadas en creencias y que estas no son tan importantes, permite superar la presión del ego, con su necesidad de autoafirmarse o demostrar que tiene la razón. Nos ayuda a construir un significado compartido, aun cuando no estemos totalmente de acuerdo. Y avanzar creativamente en una dirección diferente.

De ese proceso surgirá una conciencia participativa. No habrá impulso de querer convencer ni persuadir. Todo fluirá y cada uno participará del significado del grupo. Brotará espontáneamente una nueva verdad sin que nadie la haya elegido. Eso es lo que Bohm llama un auténtico diálogo.


NOTA ANTERIOR

El planeta del diálogo perdido

BABEL (I). ¿Por qué es tan díficil entendernos y ya nadie escucha? La incomunicación divide y hace sufrir. David Bohm propone al diálogo como una herramienta para mejorar las relaciones. Y un método para evitar que todo termine en una gran pelea.

NOTA SIGUIENTE

Los frutos de diálogo profundo

BABEL (conclusión). Al suspender los juicios, las creencias personales, y derribamos la barrera de lo necesario, brotan significados compartidos. Aflora una mente colectiva, con un mayor potencial creativo, relaciones más igualitarias y un sentimiento de cohesión grupal.


La  paradoja del diálogo

¿De qué podemos hablar con un desconocido? Habitualmente, de pocas cosas. Las conversaciones más ricas se dan con aquellas personas que conocemos, con las que vivimos cosas en común, con las que compartimos recuerdos y amistades. Aquí vemos claramente lo que David Bhom llama “significados compartidos”.

Los significados compartidos son la esencia de los chismes, que ocupan gran parte de las conversaciones. Sin significados compartidos “no tiene sentido chismorrear”, como lo ejemplifica Alejandro Dolina:

“Los únicos chismes interesantes son los que se refieren a personas que uno conoce. El chisme “Abderramán el Bajarí, habitante de Trípoli, no se baña jamás” carece de todo encanto. Reemplacemos a Abderramán el Bajarí por nuestro cuñado y estaremos en presencia de una estupenda murmuración, de éxito seguro en cualquier ágape”.

Sin embargo, con un desconocido es posible iniciar un diálogo. Y muchas veces lo hacemos. Pero casi infaliblemente partirá de un intercambio de creencias, gustos y opiniones:

“Parece que va a llover. Me encanta la lluvia en primavera”.

“No creo que el avión salga en horario”.

“¿Qué opina usted del diseño de esta fachada?”.

La paradoja del diálogo es que solo puede partir de nuestros puntos de vista y visiones personales del mundo. Pero al mismo tiempo, a partir de cierto estadio, estas se convierten en el principal obstáculo del proceso.

Habitualmente, con un desconocido o en un grupo pequeño, no vociferamos nuestras opiniones a voz en cuello porque buscamos un “ajuste cómodo”, sabiendo que debemos evitar ciertos temas controversiales para no herir susceptibilidades. De ahí la conocida sentencia de que en una fiesta no debemos hablar de política ni de religión, temas que suelen dividir ferozmente los presentes.


Etimología del diálogo

La palabra diálogo viene de logos –palabra y día -a través de- y sugiere un proceso que “fluye a través de los implicados”, dice David Bohm.

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