VIAJAR :: El placer del descubrimiento


El viaje tiene un efecto casi comparable con el de una terapia analítica. No solo por la sensación de bienestar, sino también por el mecanismo de desarmar y volver a armar nuestra realidad.

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Lic. Patricio Furman
Psicoanalista de la Fundación Buenos Aires
www.fundacionbsas.org.ar

 

Cuando volvemos de un viaje tenemos la sensación de estar renovados. De sentir un efecto nuevo, como que se abrieron nuevas puertas, y que la vida tiene más posibilidades.

Cuando parecía que la rutina y la monotonía nos cerraban las puertas a conocer nuevas experiencias, nos encontramos con que aún quedan cosas por descubrir. ¿Por qué genera este efecto el viajar? ¿Es acaso el hecho de pasarla bien lo que nos produce esto? Parecieran haber distintas cosas que nos hacen bien, nos divierten, y sin embargo no necesariamente nos generan esa sensación.

Viajar y vivir en carne propia la experiencia de estar en un lugar nuevo, con una cultura y costumbres diferentes, y no su mera nacionalización acerca de las diferencias, es lo que puede producir este efecto.

En el día a día de nuestra cotidianeidad vivimos muchas veces enojados, molestos, casi saturados de ciertas actitudes y comportamientos de los demás que nos rodean. Renegando del modo en el cual se vive y sentimos que no estamos de acuerdo con el modo en que se manejan las cosas.

Salimos a la calle y el tráfico no hace otra cosa que confirmarnos la sensación: “Mirá como maneja éste”, “Mirá cómo se me cruzó el otro”. Esto no es exclusivo del tráfico, es de todos los ámbitos en los que nos manejamos. Pero es más. No es exclusivo de cosas a priori malas o negativas. Cualquier costumbre de conducta puede llegar a provocarnos esto, no solo estas malas. “En esa oficina siempre están con una sonrisa como si todo estuviera bien, son unos falsos”. Cualquier actitud es capaz de generar rechazo, hasta las que parecen más inofensivas y agradables.

La particularidad que tienen estas actitudes y costumbres es que son actos generalmente avalados por la sociedad. Y no como actos individuales, aislados, de alguien en particular. Sino como representativos de una determinada cultura.

Siguiendo con el ejemplo del tráfico, al pensar en cómo maneja la gente, se puede hablar de un estilo de conducción, lo cual genera una cultura (y en consecuencia una enseñanza) de manejo. Costumbres que, por el mismo hecho de haberse llegado a transformar en una cultura, ya están avaladas socialmente.

No importa si la gente opina a favor, está de acuerdo o no con esas determinadas conductas, o en forma más general, con esa cultura, sino que se sigue esa “tradición” y está en vigencia. Esta forma de legalizar, por parte de la sociedad, puede tener un efecto de exclusión sobre las personas. (Exclusión, como la otra cara de la moneda que necesariamente genera la inclusión al formarse una sociedad.)

Exclusión para el que reniega o se siente en desacuerdo con esas conductas. La masa, la sociedad, avala y da un carácter de “verdad” a todo aquello. Si lo que la cultura dice es la verdad, y yo digo algo distinto, lo mío no está en lo correcto. Razonamiento sencillo y eficaz que termina desplegando sus efectos. Efectos evidentemente negativos y de malestar para el sujeto.

Al vivir y estar siempre en un mismo lugar, estas “verdades” comienzan a agotarse, a repetirse. Aumentando con ellas la sensación de monotonía, y de lo rutinario de nuestra cotidianeidad. Es un momento en el que ya no importa realmente cuán de acuerdo podamos estar con las costumbres. Podemos haber estado conformes y a gusto con ellas, pero al no variar ni modificarse, pueden tornarse agobiantes.

Cuando viajamos, estas costumbres cambian, la cultura es distinta, y la verdad es otra. Eso que se planteaba como irrefutable y certero dejó de serlo. Eso tan importante y merecedor de tal respeto en mi ciudad, ya no lo es en la nueva tierra. Aquello dejado de lado y despreciado, acá es de gran valor.

Variaciones de todo tipo que aparecen. Nuevas verdades que generan todo un nuevo mundo. ¿Quién no escuchó a alguien volver de un viaje y decir “Es otro mundo…”, en referencia al lugar de destino?

El viaje tiene un efecto casi comparable con el de una terapia analítica. No solo en cuanto a su efecto terapéutico por la sensación de bienestar que provocan, sino también por el mecanismo: que es el de desarmar y volver a armar nuestra realidad. Esta nueva realidad ya no es dada, es construida, y por ende, es propia del sujeto.

Cuando nos vamos de viaje estamos en presencia de un nuevo escenario. Y este nuevo escenario incluye nuevas verdades. Verdades distintas a las que estábamos acostumbrados. Que lo que hacen es mostrarnos su esencia subjetiva y variable, capaces de modificarse según el tiempo y espacio en donde se esté.

Entonces se relativiza y desarma el poder de las verdades. Si pueden existir distintas verdades en cada lugar al que vamos, seguramente será porque no existen tales verdades absolutas, como algo fijo, certero o inamovible.

La dictadura de la verdad cae, emergiendo el campo del descubrir. Un campo que se abre, y enseña al sujeto la libertad de poder elegir sus propias verdades. Viajar nos ofrece la oportunidad de ver, al menos por un rato, que es posible ser libre, pero sólo por un rato. Porque al fin de cuentas, por más que se parezcan, un viaje no es un análisis, aunque un análisis sea un viaje al interior.


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