Rumores & chismorreos (I) :: El discreto encanto de la habladuría


Hace pocas semanas un profesor de gimnasia estuvo en el ojo del huracán. ¿Se acuerda de la historia de los Orozco? Ahora la ciencia dice que la murmuración es salud. Qué cuentan los chismes y cuál es su atractivo secreto.

Por Claudio Fabián Guevara

Pocas noticias corren con tan velocidad como un rumor de pueblo. Se trata de cócteles noticiosos breves, con ingredientes atractivos –una infidelidad, un escándalo, personajes populares en situaciones comprometidas, etc.- y cuyo contenido va mutando en forma vertiginosa a medida que circula.

El éxito, la bondad o la belleza nunca son el centro de la historia. Suelen ser, por el contrario, muestrarios de miseria personal de los protagonistas, lo que permite a los mensajeros sentir una leve superioridad moral al relatar la anécdota.

Hace pocas semanas un profesor de gimnasia estuvo en el ojo del huracán. Fue, como casi siempre sucede, por el encadenamiento de una serie de hechos accidentales. Un joven que vive en su misma cuadra fue detenido, acusado de presuntas actividades pedófilas. Rápidamente se echó a correr la murmuración de que el profesor de gimnasia era un pedófilo, y había sido detenido. Pero la TV nacional empezó a informar sobre el pedófilo, y era un hombre mucho más joven. Entonces, el rumor varió apenas en su contenido: ahora, el detenido era el hijo del profesor.

Todo era un gigantesco error. El profesor de gimnasia no fue nunca detenido, ni tampoco su hijo. Al final, incluso el propio acusado de ser un pedófilo era inocente.

Pero eso no tuvo mucha repercusión. La contrainformación, el proceso de desmentida del rumor, nunca tiene la misma energía que la ola inicial.

Los Orozco en Mercedes

Los rumores de pueblo pueden ser implacables y feroces. En Mercedes es fácil recordar el caso paradigmático de los Orozco, allá por los 90. Estaba de moda una canción de León Gieco que rezaba: “Son ocho los monos, yo los conozco…”

El rumor, que se esparció por el pueblo como un reguero de pólvora, aseguraba que ocho mercedinos ilustres habían sido sorprendidos haciendo “un trencito” de índole sexual, en una noche de fiesta donde circularon drogas y hubo excesos de todo tipo. La fiesta había sido interrumpida por la policía, por denuncia de una de las esposas, que ante el espectáculo optó por pedir el divorcio.

Palabras más, palabras menos, ésa era la historia. Que hoy, a años vista, puede no sorprender mucho a nadie. Pero en la Mercedes de hace 15 años fue un rumor que sorprendió por su explosiva vitalidad, ya que el chisme se mantuvo en el candelero durante semanas, la historia fue variando y reformulándose, agregando detalles cada vez más sabrosos, y multiplicando a los involucrados. Ya no eran  los ocho del principio, sino que las cifras se inflaron. Al final, medio Mercedes había sido visto en el famoso trencito.

El rumor adquirió ribetes extraordinarios cuando algunos de los principales incluidos en la historia tuvieron que salir a aclarar públicamente que nunca habían estado en los hechos referidos, pero que la persistencia del rumor había destrozado sus vidas. El pueblo parecía encarnizado, morbosamente enamorado de la historia de los “cocainómanos gay”.

Por supuesto que fracasó toda investigación por dar con datos precisos que fundamentaran la historia: no se halló ningún expediente judicial, ninguna denuncia, ningún dato cierto sobre la misteriosa quinta. Como contrapartida estaba la desmentida pública de la supuesta esposa celosa.

La historia de los Orozco en Mercedes probablemente nunca tuvo lugar, o tal vez combina fragmentos de diferentes historias a partir de una suerte de narrativa popular espontánea.  

Las chismosas tienen razón

Las habladurías de pueblo suelen expresar lo peor del espíritu colectivo. “Los chismes –dice Miguel Ruiz- son magia negra de la peor clase, porque son puro veneno. El chismorreo es comparable a un virus informático. Pero con una intención dañina. Utilizamos las palabras para propagar nuestro veneno personal: para expresar rabia, celos, envidia y odio”.

Sin embargo, hace falta entender el origen de su persistente atractivo: compartir chismes nos une con los demás, porque sólo tiene sentido contar historias cuyos protagonistas todos conocemos. “Los únicos chismes interesantes son los que se refieren a personas que uno conoce”, dice con razón Alejandro Dolina (ver aparte).

En algunas tribus indígenas, la principal actividad diaria de algunos miembros consiste en llevar y traer noticias personales: un enfermo, una caída, una discusión entre vecinos, pequeñas y grandes catástrofes domésticas… En la sociedad occidental también podemos reconocer agentes que cumplen las mismas funciones. Los rumores y los chismes, de alguna manera, nos hacen sentir comunidad. Las habladurías entretejen un sentido de pertenencia, y promueven la cohesión social.

Novedosos enfoques científicos le asignan a la murmuración una utilidad social trascendente, al punto que se habla de la “importancia de un buen nivel de chusmerío”. Hay académicos que proclaman el sueño de las viejas chismosas: ahora, ocuparnos de la vida de los demás es una sana práctica. Al parecer, el chisme difunde información que expande nuestra conciencia social, crea lazos afectivos y cultiva redes de relaciones indispensables para nuestra existencia social.

(Continuará)


 

Vindicación del chisme

Antiguamente el chisme florecía en todos los barrios de la ciudad. Eran épocas en que todos conocían a todos y uno podía recitar sin equivocarse el nombre y apellido de todos los habitantes de la cuadra. Hoy, gracias al progreso, nadie conoce a nadie. Y entonces no tiene sentido chismorrear. Porque los únicos chismes interesantes son los que se refieren a personas que uno conoce. El chisme “Abderramán el Bajarí, habitante de Trípoli, no se baña jamás” carece de todo encanto. Reemplacemos a Abderramán el Bajarí por nuestro cuñado y estaremos en presencia de una estupenda murmuración, de éxito seguro en cualquier ágape.

Los personajes públicos son, para el caso, iguales a nuestros conocidos. Esto ha sido notado con toda inteligencia por el periodismo y así cunden en diarios y revistas, secciones tales que permiten a los espíritus inquietos imponerse del color de la bufanda de Fernando Bravo y de lo que hace Moria Casán ni bien llega a su casa.

Este quizá sea el futuro del chisme. La murmuración masiva. Porque las viejas chismosas van desapareciendo. Acaso el último reducto del chisme directo sea la oficina. Allí todavía se acostumbra a sacar el cuero con la misma alegría de los buenos tiempos.

También están los suburbios, los barrios benditos que aún no han sido ahogados por los rascacielos. Sus pobladores aún mantienen el antiguo espíritu solidario que anima a los sapos de un mismo pozo. Allí todavía se mantiene el saludable interés por el vecino y el chisme crece, vigorosamente.

Cuéntenme chismes, por favor. Cuéntenme que Fulano se jugó el sueldo al pase inglés o que Mengano se tomó dos botellas de oporto en una hora. Entonces sabré que aún queda gente que se conmueve ante la debilidad ajena. Ojalá que el chisme resurja con todas sus fuerzas y esta fría e impenetrable ciudad que estamos construyendo se convierta de golpe en un gigantesco, turbulento y divertido conventillo.

Alejandro Dolina (fragmento)


Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *