La fatiga de la compasión (II) :: El grito de Rachel Corrie


  • Ningún arado se detiene porque un hombre se esté muriendo”. Proverbio holandés.

Por  Claudio Fabián Guevara

Hace pocos días, un batallón de niños inundó la ciudad vendiendo cajitas de curitas y pidiendo monedas. Diferentes niños, todos ofreciendo la misma mercadería, pasaron varias veces por la mesa de El Club donde un grupito de románticos discutíamos de política. Quique, uno de los parroquianos, dijo que eran un grupo organizado.
Un par de horas después, cuando otro niño me tocó la puerta de mi casa ofreciendo las mismas curitas de una marca ignota, coincidí con Quique. Me acordé de la película “Slumdog millonaire” donde las mafias organizan bandas de niños para explotarlos mendigando. Imaginé entonces una Traffic con un container con muchas cajas de curitas, y un hombre inescrupuloso al volante descargando cerca del centro una docena de niños de entre 8 y 12 años.

Pensé todo eso, pero no tuve suficiente indignación como para salir a buscar al canalla, o para llamar a Acción Social y que alguien detuviera este flagrante operativo de explotación infantil en mi pueblo. Creo que en realidad quise actuar como actúan todos: ignorando el problema. O tal vez preferí no saber qué había detrás de esos eventos. ¿Y si descubría algo peor que lo imaginado?

Mirar sin ver

La fatiga de la compasión, ese “mirar sin ver”, ese lento acostumbramiento a la desgracia ajena, es también una forma de autoprotección, dice el sociólogo Stanley Cohen. Lo compara con la capacidad de un médico que no puede deshacerse en lágrimas cada vez que se le muere un paciente. Necesita una reserva de autoprotección, para seguir operando.

La aversión de la gente a reconocer el dolor de otros tiene, desde este punto de vista, una interpretación menos negativa. Demasiada sensibilidad al dolor de otros nos quitaría capacidad para conducirnos en la vida. “Ya hay sufrimiento bastante en buscar la supervivencia”, dice Richard Sennet, quien describe los peligros de conmoverse demasiado de esta manera: “Uno nota que hay cosas que no son como deberían ser, y en esa preocupación reside el germen de la compasión. Pero el acto interpretativo acerca un peligro: de repente, no hay límites a lo que uno podría encontrar, las raíces del sufrimiento que podría descubrir. Existe el riesgo de perder el control de lo que se podría sentir. La fatiga de la compasión es una suerte de premonición de ese despertar conduciendo a la pérdida del control”.

Sennet relata que los sentimientos compasivos de los voluntarios trabajando en acción social, o en zona de desastres, suelen “quemarse” debido al alto estrés, al exceso de demandas. Una vez que el primer impulso pasa, los voluntarios se ven sobrepasados por sus propias reacciones.

Piénsese en empleados de oficinas gubernamentales dedicadas a ayudar a familias en la miseria, o en enfermeras de un gran hospital, o en trabajadores de un comedor para hambrientos. ¿Vemos en algunos casos sentimientos fríos, muestras de desprecio, de hastío? Es la fatiga de la compasión, la muralla emocional que levantamos cuando estamos “exhaustos” ante realidades dolorosas.

La llama en su justo punto

Volvemos a Rachel Corrie, la activista norteamericana aplastada sin miramientos por un bulldozer cuando intentaba evitar que el ejército israelí derribara una casa palestina. El grito de sublevación de Rachel –“Hemos de abandonar todo lo demás y dedicar nuestras vidas a conseguir que esto se termine”- parece impracticable para quienes necesitamos hacer funcionar la rueda que nos mantiene vivos. Pero a la vez, la consigna es perfectamente realista: este mundo desquiciado necesita nuestra intervención.

“Lo que siento se llama incredulidad y horror, decepción”, escribió Rachel en sus últimos días. “Me deprime pensar que ésta es la realidad básica de nuestro mundo y que, de hecho, todos participamos en lo que ocurre”.

Es imposible hacer oídos sordos a esta cruda verdad. Algo común nos vincula con el drama del hambre, con los campos de refugiados palestinos, o con los niños entrenados para mendigar.

Sin embargo, la paradoja de nuestro tiempo es que, cuando más información tenemos sobre los horrores del mundo, más paralizados estamos. Cuando más insostenible se vuelve el orden social, menos capaces nos sentimos de provocar un cambio. La tenaza del sistema por estos días es casi perfecta: las vidas de millones de personas son cada vez más difíciles, pero la rebelión aparece cada vez más lejana. La retirada de la ciudadanía de los asuntos públicos se produce cuando más falta hace su participación. Estamos encerrados en nuestras casas, aislados, sin tiempo y sin energía, y sin disposición a ayudar al prójimo. No parece haber respuestas para esta paradoja.

Pero al menos podemos cultivar conciencia.

No somos insensibles: simplemente la exposición masiva al dolor parece habernos anestesiado.

La compasión es un fuego que puede quemarnos, y extinguirse. Por lo tanto, mantengamos la llama en su justo punto, evitando que nos abrase, pero alimentándola cada día. Necesitamos su tibieza para sentirnos vivos. Y para alumbrar una fogata de pasión cuando la vida nos lo demande.

Algunos usan el fuego todos los días, otros una vez en la vida. Pero ese momento mágico llega en la vida de casi todos.

Salvo en la de aquellos que tienen el pecho congelado para siempre. Como el jefe de los niños mendigos. O el hombre del bulldozer.

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