El cuidado del alma: La observancia del buen vivir


Un arte sagrado con predicamento en la antigüedad es revalorizado en la vida moderna. El cuidado del alma no resuelve problemas, sino que ayuda a encontrarles su valor y su significado.

Por Claudio Fabián Guevara


“Hay en nosotros una cosa que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos”.
José Saramago. Ensayo sobre la ceguera

 

Para el psicoterapeuta Thomas Moore “la pérdida del alma” es el gran problema que aqueja a la vida moderna. Cuando se la descuida, el alma se manifiesta en forma de obsesiones, adicciones, violencia y pérdida de sentido. Normalmente, intentamos aislar estos síntomas y erradicarlos uno a uno, mediante diferentes métodos. Pero la raíz del problema es que hemos perdido nuestra sabiduría sobre el alma, un arte sagrado con gran predicamento en la antigüedad.

Moore escribió “El cuidado del alma”, un libro inspirado en un clásico de la edad media donde desgrana estas nociones. “Necesitamos seriamente renacer”, dice. “Hace falta un resurgimiento de la sabiduría y prácticas antiguas adaptadas a nuestros tiempos”. Nuestra era se enfrenta con los mismos problemas de siempre, pero estamos alejados de la magia y la mitología como fuentes de conocimiento.

El cuidado del alma cultiva el pensamiento paradójico. Trabaja con lo que hay, no con los que nos gustaría que hubiera. No es una terapia, ni un método de autoayuda, ni una religión. El cuidado del alma tiene por meta una vida ricamente elaborada, conectada con la sociedad y la naturaleza, entretejida en la cultura de la familia, la nación y el planeta. Cultiva una observancia homeopática del ser, que no resuelve problemas, sino que ayuda a encontrarles su valor.

El valor de nuestros problemas

Es muy difícil definir el alma, aunque todos sabemos de qué hablamos cuando nos referimos a ella. El alma, que prefiere imaginar, se resiste a la definición, que es una tarea intelectual.

El alma no es una cosa, sino una cualidad o dimensión de la experiencia de la vida. Tiene que ver con la profundidad, el valor, la capacidad de relacionarse, el corazón y la sustancia personal. Nuestra alma individual es inseparable del alma del mundo. El alma es la fuente de quiénes somos. Se revela en el afecto, el amor y la comunidad. Y también en el retiro, cuando necesitamos comunicación interior e intimidad.

El cuidado del alma empieza con la observancia de su manera de manifestarse y actuar. Tiene que ver con pastar sus ovejas, con estar atentos a todo lo que ande por ahí moviéndose, ya se trate de una nueva adicción, de una pesadilla o de un estado anímico alterado. Se trata de un cuidado modesto, no de una cura milagrosa. El cuidado del alma no resuelve problemas: nos ayuda a encontrarles su valor y su significado. Es una forma de “ser” en el mundo.

 

Ni cura, ni iglesia ni autoayuda

Los problemas emocionales de la época son casi los mismos en todas partes: el vacío, la falta de sentido, una vaga depresión, desilusión respecto del matrimonio, la familia y las relaciones. En las terapias modernas se percibe un tono de salvación, de método para autoafirmarnos, sanar viejas heridas, limpiar las secuelas de traumas de la niñez y resolver nuestros problemas. Muchos métodos hablan de cura y de experiencias de sanación.

El cuidado del alma no promete nada de eso. No tiene que ver con curar, arreglar o devolver la salud. No busca la perfección ni una existencia ideal libre de sufrimiento. Antes que a la reparación de fallos básicos, antes que a la cura de las enfermedades, el cuidado del alma se orienta a mantener nuestro corazón abierto para leer en los síntomas, para acatar la voluntad que se expresa en ellos. Observar lo que hace y dice el alma es una manera de “ir con el síntoma”, resistiendo a la tentación de correr hacia su opuesto. Es practicar el poder de “no hacer”, convencidos de que sólo la naturaleza sana, y de que las patologías hablan de algo que necesita ser escuchado.

Allí donde las terapias ofrecen un método secular para combatir el estrés y las tensiones, el cuidado del alma se presenta como un arte sagrado, una práctica que exige un tratamiento artesanal del quehacer cotidiano, una sensibilidad de artista en la manera de hacer las cosas y plantarse frente a la vida. Observar las manifestaciones del alma nos permite recibir de vuelta lo que es nuestro y creíamos necesario amputar, nos permite interpretar los mensajes ocultos en el seno de nuestros malestares, las correcciones que se pueden encontrar en el remordimiento y los cambios que exigen la depresión y la angustia.

Allí donde la psicología nos alivia de nuestras ansias excesivas de diversión, sexo, poder y dinero, y nos orienta para tener mejores relaciones personales, mayor estabilidad emocional y otras “mejoras” en calidad de vida, el cuidado del alma nos dice que nada de esto será satisfactorio si nos falta la plenitud del alma. Cultivar la plenitud del alma en la vida cotidiana es un arte que requiere paciencia y atención. No es un concepto religioso ni psicológico, aunque contiene resonancias y elementos comunes a ambas, y se centra en la observancia del buen vivir, en pequeños gestos que nos reconcilian con lo profundo de nuestra naturaleza y nos conectan con lo que nos rodea.

La plenitud del alma no requiere “resolver problemas emocionales” sino captar el misterio por el cual formamos parte de lo divino, cultivar una práctica cotidiana de cuidado por la vida, y honrar la memoria de los que se han ido.

La plenitud del alma implica reconocer el carácter paradójico de la naturaleza humana. Una persona viviendo en la plenitud del alma no está libre de errores, fallas y dolencias. El concepto de “normalidad”, de una “vida saludable” sin vicios ni síntomas, es un espejismo de la sociedad de consumo. Una persona llena de alma es complicada, multifacética y está moldeada a la vez por el dolor y el placer, por el éxito y el fracaso.

En la plenitud del alma –dice Moore- “no faltan los periodos de oscuridad ni los momentos en que se hacen tonterías. Desprendernos de la fantasía de la salvación nos libera para abrirnos a la posibilidad del conocimiento y la aceptación de nosotros mismos, que son los verdaderos cimientos del alma”.


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