El millonario de los espejos :: Fragmentos de sabiduría callejera


Un hombre anónimo cuenta cómo amar sin esperar nada a cambio. Una abuela desconocida nos recuerda que cada uno de nosotros es un atleta de la naturaleza. Y un artista vagabundo se autorretrata como un par de todos los hombres. Tres historias de filósofos de la calle para pensar en el amor y la aventura de existir.

  1. El enamorado altruísta

Viene caminando empapado bajo la lluvia con un maletín, alza las manos al cielo y se ríe solo. Llega a una parada de autobús y cuenta: “Hoy aprendí a disfrutar de mojarme con la lluvia. No entiendo porqué habitualmente corremos y no disfrutamos del agua en la piel”, empieza.

“En estos días aprendí muchas cosas de mí mismo. Aprendí, por ejemplo, a amar sin egoísmo… Me enamoré de una mujer angelical con la que compartí sólo un par de días…”

Le discuto que el amor es más que una idealización pasajera. Responde que la conoce profundamente, pero no a través de información concreta, sino por una percepción más allá de las palabras. “Es un conocimiento que no se puede transmitir: se experimenta”, dice entusiasmado.

Me habla de ella. Me cuenta que lo embriagaron sus gestos de humanidad, la pureza que emanaba de sus actos… Relata cómo una confluencia de azares alimentó la magia y el misterio. Y celebra que, cuando el amor danza, todo el universo conspira al ritmo de coincidencias asombrosas.

“Probablemente no volveré a verla. Estoy de paso en este lugar y mañana me vuelvo a mi país. Además ella tiene novio, y está enamorada”, lanza con una carcajada.

“Eso se parece más al dolor que a la felicidad”, interrumpo. “¿Por qué estás tan contento si ella es de otro hombre?”

“Eso es lo de menos”, replica con seriedad. “No importa si no puede ser mía. Estoy eufórico porque existe”.

 

  1. Campeones de la vida

Son las 6 de la mañana y la noche en el tipi se aproxima a su final. 30 personas reunidas en torno al fuego cantan, oran y le rinden tributo a la medicina del desierto. Dos niños de 9 ó 10 años duermen a espaldas de sus padres. El chamán anuncia que el próximo pasaje del ritual deberá ser conducido por una mujer. “Ella ya está designada, aunque no sé quién es”, anuncia. “Sea quien sea, que pase al frente”.

Una señora mayor, casi una anciana, avanzó resueltamente. “Yo”, dijo. “Yo lo haré”.

Nadie la conocía. Había llegado tarde y pasado desapercibida. Se presentó como Carmen. Salió del tipi y tal como lo marca la tradición volvió a ingresar con un balde de agua. Cojeaba un poco, arqueada por el peso. Frágil, torcidita, conquistó a todos en un soplo. Luego se sentó tranquilamente a liar el tabaco para esa ronda. Y habló. Habló con la seguridad de una diplomática de carrera. Y con la humildad de una mujer de paz.

“No iba a venir hoy”, arrancó. “Estaba ocupada haciendo mis cositas, mis pequeños trabajitos… Pero alguien me dijo: ´Hay tipi esta noche´. Y me vine…”

Carmen habló con voz calma casi media hora, y dio una lección deslumbrante. Dijo entre otras cosas: “Cuando hablas de los demás, estás hablando de ti mismo. Tus palabras te describen. Eres lo que dices”.

La abuela misteriosa hilvanó frases, historias y consejos con maestría, como interpretando un libreto largamente ensayado: “En la vida obtienes lo que das. Porque todo lo que das, vuelve. Y a veces, obtienes más”.

Su última enseñanza fue una metáfora sobre la vida: “Le enseñé a mi hijo a jamás sentirse derrotado cuando hace muchos, muchos años me preguntó cómo se hacen los niños. Yo le conté que todo empieza cuando papá y mamá se dan un abrazo con mucho amor. Entonces, papá le da a mamá millones de semillitas que compiten por alcanzar la semillita de mamá… Pero sólo una de todas ellas gana la carrera… ¡Sólo una!”

En ese momento se levanta sorpresivamente uno de los niños, que entredormido venía siguiendo el relato, y pregunta: “¿Cuál? ¿Cuál semillita gana?” La reunión estalla en carcajadas.

“La semillita ganadora eres tú”, responde Carmen. “¡Tú ganaste! Cuando llegaste a esta vida, ya fuiste el campeón de tu primera carrera. La vida siempre empieza con una victoria. Y en cualquier carrera que emprendas, recuerda siempre tu primera medalla. ¡Tú eres un campeón! Todos somos atletas de la naturaleza…”

 

  1. El millonario de los espejos

Tiene 23 años, es rubio y porta un tambor a todas partes. Viene viajando desde su pueblo natal, donde alguna vez fue un joven acomodado. Vive en la calle, de lo que la gente le da por su música y sus artesanías. Le gusta que lo llamen Noche, nombre con el que fue bautizado en una ceremonia huichol. Sabe de hierbas y medicinas sagradas, modela cueros, shakiras y metales, y su charla está llena de frases provocativas y juegos de palabras.

“Yo robo”, dice. “Le robo algún talento a cada hombre que pasa: a éste su gracia al andar, a aquél una técnica para hacer collares. Todos me enseñan y de todos tomo algo. Tú puedes robarme lo que quieras. Te aconsejo que me robes mi sonrisa”, dice. Y en efecto, despliega una sonrisa encantadora.

A Noche le gusta dar. Su principal estrategia de supervivencia es compartir. Siempre que se acerca alguien, convida lo que tiene: una cerveza, unas galletas, unos hongos recogidos en el monte. Todo lo que da vuelve, en un círculo virtuoso por el cual siempre tiene lo que le hace falta. Al final de cada día, Noche hace su balance y el simple discurrir de la vida le ha resuelto todo. “Soy millonario”, asegura. “No tengo nada. Pero no necesito nada”.

Cuenta un par de historias maravillosas y se despide. “Cuando me necesites, me encontrarás en el espejo”.

–          ¿En cuál espejo?, pregunto intrigado.

“En todos los espejos. En el espejo del baño, en el retrovisor de tu coche… En cada espejo en que te mires, allí estaré yo”.


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